A las tres de la mañana desperté después de
siete horas seguidas durmiendo no profundamente por culpa de los miles y miles
de coches de bomberos y ambulancias que pasaron por debajo de mi ventana.
Llegué a pensar que estaban prendiendo fuego a todo Boston y a preguntarme si
quedaría algo en pie por la mañana para visitar. Las ambulancias de aquí son
como camiones. Cuando vas por la calle y tocan la sirena de repente, te
infartan.
Di mil vueltas, me puse a chatear por
Whatsapp, volví a intentar dormir, estuve a punto de beberme el medio litro de
Jack Daniels para entrar en coma, fui al baño, volví a chatear, saqué una foto
desde mi ventana para colgarla en Facebook, y por fin dormí un rato más.
Dijo García Márquez en cierta ocasión que
el jet lag son los tres días que tarda tu alma en reunirse contigo, porque ésta
no viaja en avión. Entonces, ¿puedo decir que soy una desalmada?
A las seis decidí que era una hora
suficientemente prudente para levantarme definitivamente. Me duché con
tranquilidad y me senté en la cama a escribiros. El enchufe adaptador que
traigo es el mismo que casi me mata de un corrientazo en Montreal cuando se
quedó una parte pegada a la pared y tuve que sacarla utilizando una navaja y un
cortaúñas. He soldado las dos partes calentándolas con una aguja caliente. Una
obra de arte.
A las nueve, bien abrigada porque hacía
fresquete, salí a la calle. Me compré un donuts sin agujero cubierto de
chocolate y relleno de crema en Dunkin Donuts y me lo fui comiendo por la calle
camino de Boston Common, el parque público en el centro de la ciudad desde
donde parte el Freedom Trail. Este es una ruta de cuatro kilómetros que pasa
por dieciséis lugares importantes para la historia de los Estados Unidos, ya
que aquí se fraguó la independencia del país. El camino es fácil de seguir
porque está marcado en el suelo por dos líneas rojas bien de ladrillo o bien
pintadas, con placas de bronce de vez en cuando.
De tanto mirar para el suelo me di cuenta
de que está limpio limpísimo. No hay colillas, ni caca de perro, ni papeles, ni
nada de nada. Impoluto. ¿Y la gente? Son amables e hiper educados. Te rozan al
cruzarse contigo y te están pidiendo disculpas al segundo. Si, sin querer, te impiden
el paso en la acera, se apartan inmediatamente y te piden perdón. Te sonríen
todo el tiempo. Incluso en un semáforo una chica me miró y me dijo que le
encantaban mis gafas.
Casi no hay gordos, visten bien y huelen
bien. Los pocos gordos que he visto eran gordos de verdad, de los que se
sientan delante de la tele con una lata de cerveza de medio litro y una bolsa
de fritos barbacoa grande como una funda de almohada. Ayer me encontré en
Macy’s con tres negros de ciento cincuenta kilos vestidos con ropa de deporte
tres tallas más grande que ellos y esos chismes que llevan en la cabeza que
parece que les han robado las medias negras a las madres. Sin embargo, por lo
general, la gente tiene aspecto europeo y hablan un inglés perfectamente
comprensible, sin chicle en la boca.
El Freedom Trail pasa por jardines,
cementerios, edificios representativos del siglo XVIII, iglesias y monumentos.
Lo de los cementerios es la pera porque están en mitad de la población. En uno
de ellos las lápidas están dañadas porque los soldados ingleses de la época las
utilizaron como dianas en prácticas de tiro.
La zona que más me gustó del camino fue el
barrio italiano. Es de película. Había unos señores mayores sentados a
la entrada de un bar gritando a otros en la acera de enfrente. El acento era
exactamente igual que el de los gangsters italianos del cine. Por supuesto, era
la zona más ruidosa y animada del trayecto.
Entré en Mike’s Pastry, la pastelería donde
se hacen los cannoli más famosos de Boston. Lástima que no era hora de dulce.
Además, eran de un tamaño descomunal.
En la época
colonial, el barrio italiano estaba separado del resto de Boston por un
estuario que ya no existe. Esta separación física potenciaba las rencillas
entre ambos lados, de tal manera que cada 5 de noviembre, coincidiendo con la
celebración del día del Papa, cada bando sacaba a pasear una imagen del
Pontífice, encontrándose en los jardines de Boston Common donde iniciaban una
"batalla" para capturar la imagen del contrario. Cuando ganaban los
italianos, quemaban al pobre Papa de madera. Una práctica y un comportamiento muy
religiosos.
La primavera ha
explotado con ganas en Massachussets. Hay jardines llenos de tulipanes y los vecinos plantaban flores en sus jardineras aprovechando el día de sol. La
casa de madera más antigua que se ve en la foto es la de Paul Revere, un famoso
patriota.
Freedom Trail
termina en Bunker Hill, Charlestown, tras cruzar el río Charles por un puente metálico
que tiene toda la pinta de ir a caerse cualquier día. Allí tuvo lugar una
batalla que acabó con la derrota de los patriotas contra los ingleses en 1775.
A pesar de ello, se conmemora porque los ingleses no quedaron muy bien parados
tampoco y ello dio moral a los independentistas.
Charlestown es
un remanso de paz. Sólo hay casas de dos plantas, de madera o de ladrillo rojo,
con jardines muy cuidados y familias sonrientes por la calle.
Una de las
grandes atracciones del Freedom Trail es la visita al USS Constitution, una
fragata de la armada botada en 1779. Al cruzar el río ya me di cuenta de que no
estaba atracada en su sitio. Luego me enteré de que está en astillero para ser
restaurada.
Volví sobre mis
pasos hasta el hotel a descansar un rato. Me compré una Coca Cola de cereza y
unos Pringles en un 7-eleven y puse los pies en alto un rato. Cuando me
encontré con fuerzas de nuevo inicié el camino hacia Seaport District, al que
se llega caminando atravesando el barrio financiero lleno de rascacielos y otro
puente donde está el Boston Tea Party Ship and Museum. Sí, lo del Tea Party
empezó aquí hace muchos años, cuando los colonialistas se levantaron contra los
ingleses por los impuestos sobre el té y quemaron varios barcos atracados en el
puerto.
Desde Seaport District
hay una vista estupenda de Boston. Pedí que me sacaran una foto como
prueba de viaje, que siempre hay alguien que dice que estoy escondida en casa y
me lo invento todo.
Algunos
aborígenes andaban en pantalón corto y camiseta. No había más de 15 grados.
Cierto es que lo del frío es muy relativo. Cuando has pasado el invierno a 20
grados bajo cero con nieve hasta la rodilla, esto tiene que ser tropical.
En la zona hay
un museo infantil. Estaba lleno de niños haciendo actividades varias, como
romper enormes cubos de hielo con martillos de madera o rodear estatuas de
mármol con cintas de colores. Aquello era un campo de batalla.
Volví a cruzar
el puente y fui hasta Beacon Hill, que como su nombre indica es una colina que
subes y bajas para visitar las preciosas calles estrechas con casas de ladrillo
rojo y jardineras llenas de flores. Antiguamente las calles eran empedradas.
Hoy sólo queda un trozo simbólico en una placita.
Desde allí fui a
visitar Cheers, el bar donde se rodó la famosa serie de televisión.
Empezó a hacer
un poco de calor, suficiente para quitarme el cortavientos y quedarme con el
forro polar encima. La población autóctona iba en camiseta de tirantes y
sandalias.
Bajé hasta las
calles comerciales de Newbury y Boylston abarrotadas de gente guapa comprando
compulsivamente. Yo nada de nada. Entré en el Apple Store a comprar un Apple
Watch que me encargó Carmen y a tomar nota de los precios para Karin, la
presidenta de WISTA. Nuestro gozo en un pozo. Te dejan jugar con ellos para luego decirte que sólo están a la venta a través de la web.
Cansada de ver
tiendas y no comprar nada fui a sentarme en una terraza frente al Hancock, un
rascacielos de 60 plantas al que antes dejaban subir para disfrutar de
las vistas. Desde el atentado de las Torres Gemelas el mirador está cerrado.
Podéis ver en la imagen el contraste entre lo clásico y lo moderno, que se da
con frecuencia en Boston.
Anduve hasta la
calle Washington, otra zona de tiendas que ya visité ayer. Eché un nuevo
vistazo sin ningún éxito para mí pero sí para Juan, que me había encargado dos
monedas de dólar de platay que encontré en una tienda para
coleccionistas de cromos y monedas.
A las seis de la
tarde yo no era yo. Compré una mega ensalada y me la llevé al hotel,
donde por fin pude quitarme los zapatos.
Aguanté como una
campeona sin acostarme hasta las nueve y media, hora en la que claudiqué.
Buenas noches
desde Boston, Massachussets.
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