Abro un ojo y miro el reloj que hay en la
mesilla de noche, que además de reloj es un reproductor para iPod, y veo que
son las 03:45 hrs. Maldita sea mi estampa. Doy media vuelta y me ordeno dormir.
Y me obedezco. Sorprendente. Vuelvo a abrir un ojo y son las 05:30 hrs. Esta
vez no me hago caso y me quedo despierta hasta las seis y cuarto. Saludo a mi
madre por Whatsapp y me levanto a darme una ducha. Os escribo mientras desayuno
un muffin cubierto de cereales, lo que viene siendo una magdalena gigante de
toda la vida.
A las nueve salí a la calle. Calorcito,
como diez grados más que ayer. Estupendo. Fui paseando hasta Downtown Crossing
para tomar el metro sin trasbordos en dirección a Cambridge, al otro lado del
río Charles. En Cambridge se encuentran Harvard y el MIT (Instituto Tecnológico
de Massachussets). Por ambos han pasado 78 premios Nobel. Al subir a la
superficie en Harvard Square tuve que quitarme el forro polar y remangarme la
camisa. Alucinante la diferencia entre ayer y hoy.
Tuve que preguntar por dónde ir a Harvard
Yard. Es un recinto de hierba rodeado por edificios de ladrillo rojo que
contienen dormitorios de estudiantes. También hay bibliotecas, aulas y edificios
administrativos. Es la parte más antigua de la universidad. Dos jóvenes
paseaban un sofá de un edificio de dormitorios a otro acompañados por una atractiva
joven oriental que sospecho sería la propietaria del mueble y objeto de deseo
de los transportistas.
Había gente sacándose fotos delante de la
estatua de John Harvard, uno de los fundadores de la universidad. El
individuo tiene el pie izquierdo reluciente porque los turistas lo tocan
creyendo que es una tradición escolar que trae suerte. Mentira podre. Sólo los
turistas le tocan el pie.
A las once menos veinte dejé el lugar
camino de St. Paul, para asistir a misa de once.
Al entrar en la parroquia observé a un par
de individuos de chaqueta organizando el cotarro. El que se encargaba de la
parte donde me senté me ignoraba descaradamente, probablemente porque no iba
vestida de señora elegante como las demás mujeres que entraban. Tuvo que venir
el cura en persona a entregarme el programa de la misa. Típico
ejemplar de pringado que durante la semana lleva una vida de mierda y el
domingo se cree el amo porque mangonea a los monaguillos y se pasea entre los
bancos de la iglesia poniendo orden. Pues mira, las dos parejas elegantes a las
que más les hizo la pelota se le escaparon nada más recibir la comunión, sin
esperar al ite, misa est.
La misa fue tal y como esperaba, con coro
de niños, órgano y toda la parafernalia que hace durar la ceremonia hora y
media.
A las doce y media tenía tanta hambre que
casi me como al pringado a la salida. En el video se le ve al fondo con corbata
roja chaqueta azul.
Volví a Harvard Square, donde había visto
varios sitios para comer. En uno de ellos servían hamburguesas, que me
apetecían mucho. La cajera se partía de la risa con mi acento y yo con el suyo.
Cuando me dijo “eioei” tuve que preguntarle qué significaba “eioei”, a lo que
contestó: “es lo que me debes”. O sea, 8,08 dólares. Acabamos las dos por los
suelos de la risa.
Satisfecho mi estómago, paseé por los
alrededores observando gran cantidad de jóvenes recién salidos de un anuncio de
Tommy Hilfiger. El mercado de hombres guapos, elegantes e inteligentes es
amplio. También hay mucho señor mayor gafapasta. Me crucé con uno que si no
tiene un premio Nobel ya, seguro que se lo dan este año.
Hacía un calor importante. 29ºC según mi
iPhone, que llevaba conectado al wifi gratuito de la universidad.
Recorrí con detalle Harvard Yard y los
alrededores. ¡Qué bonito todo, qué limpio, qué tranquilidad!
Me senté a descansar un rato y a
respirar hondo en un intento de absorber algo de sabiduría y conocimiento. Hoy
me tomé las cosas con más tranquilidad que ayer, que me di una paliza
importante.
Estuve en una tienda donde venden todo tipo
de objetos con Harvard University escrito, desde las típicas camisetas a
pelotas de baseball, edredones, pijamas, gemelos y gorras. Aun habiendo tremenda
variedad, no encontré palo donde ahorcarme. Lo que sí compré en una tienda de
deportes fue una botella para el agua porque la que llevo al gimnasio ahora
está hecha una mierda. La compré hace años en Dinamarca. Está abollada de los
cientos de golpes que ha llevado y le falta la pintura verde por varios sitios.
Satisfechísima por haber comprado por fin
me fui en el metro de vuelta a Boston, donde hacía un poquitín menos de calor,
pero sólo un poquitín. En el vagón viajaba un joven transportando un
violonchelo o un dinosaurio disecado, no lo tengo muy claro.
Al salir a la superficie en Washington
Street me di de bruces con una ambulancia/camión y le saqué una foto para que veáis
que no exagero. A continuación pasó un camión de bomberos tocando la
sirena y el claxon, aunque no había ningún vehículo ni peatón obstruyéndole el
paso. Que les va la marcha y llamar la atención.
Entré en Macy’s a hacer un último intento.
Hoy me encontraba bastante bien a media tarde, con ánimo para revolver entre
los miles de Levi’s hasta que di con unos de mi talla. 27,50 euros al cambio.
Nada mal.
Fui al hotel a dejar los Levi’s, el forro
polar y a descansar media hora antes de lanzarme a la calle de nuevo camino del
barrio chino, que era lo único que me quedaba por ver. Ya sabéis que a mí los
chinos me dan un poco de repelús, así que la visita fue rápida. Es pequeñito,
con la puerta china de los barrios chinos. Junto a la puerta había un
parque con unas sillas y mesas de piedra donde docenas de chinos jugaban a las
cartas rodeados por otros chinos que no paraban de hablar en chino.
Cuando me disponía a sacar una foto a una
de las docenas de sucursales del Santander que hay en Boston, ésta en
concreto para que veáis cómo se escribe Santander en chino, el chino que estaba
sentado en la fachada va y se toca el pie. ¿Tengo o no tengo razón cuando digo
que los chinos se tocan los pies continuamente?
El chino asqueroso me quitó las ganas de
seguir viendo chinos, así que me fui de vuelta a occidente, donde no hay
papeles tirados por el suelo y la gente no se toca los pies.
A las seis compré un sándwich de pollo y
aguacate y me fui al hotel a meterme de cabeza en la ducha para no salir más a
la calle, no sea que me encuentre al estrangulador de Boston y la fastidiemos.
Por supuesto, regué el sándwich con una Coca Cola de cereza que tenía enfriando
en la nevera.
Ahí va una imagen del original
ascensor del hotel, con paredes acolchadas de cuero y espejo de cuarto de baño
al fondo.
Os estoy escribiendo y me doy cuenta de que
sigo igual de asna que esta mañana. No ha servido de nada la visita a Harvard. Buenas noches desde Boston, Massachussets.
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