9 may 2015

Una cateta en Boston, Massachussets (Día 1)

No sé si empezar a contaros desde que salí de casa el martes o ir directamente al aeropuerto ayer por la mañana. Tuve que ir a Madrid a hacer un curso y me quedé allí un par de noches más para evitar pasearme. Viajé en el AVE con un compañero de la oficina. Nos reímos mucho con un grupo de mejicanos que se dedicaron a beber ron Barcardí en los vasos de Coca Cola del McDonald’s que llevaban con la comida.

Vamos, pues, al aeropuerto. Mi querido tío me tuvo acogida en su casa desde el miércoles por la tarde y amablemente me llevó en coche hasta allí. Sufrimos un tremendo atasco en La Castellana, a la altura de los rascacielos.

¡Qué bueno esto de tener aeropuerto en la misma ciudad y no levantarte a las tres de la mañana para hacer una hora de coche y tomar otro vuelo de enlace con Madrid o Barcelona!

Tardé 50 minutos desde que me despedí de mi querido tío hasta que llegué sana y salva a la zona de embarque de los vuelos a Estados Unidos. Entre los controles de seguridad, pasaporte, paseíto en el tren subterráneo hasta la T4 satélite y caminata hasta el extremo más lejano de la terminal pasa un montón de tiempo.

La zona de embarque se llenó de estudiantes americanos de vuelta a casa después de pasar el curso en España. Algunos llevaban puesto encima lo que no les cabía en la maleta, como unas botas de mosquetero por mitad del muslo, unas botas de agua Hunter, o un abrigo largo. Totalmente impropio del mes de mayo. No paraban de hablar entre ellos. Se abrazaban y daban grititos cuando se encontraban. Supongo que habrán estado repartidos por distintos puntos de España.

Nos metieron en el avión casi media hora antes de salir. La verdad es que éramos el ciento y la madre dentro del Airbus 330-300. Tuve la suerte de pillar ventanilla en una fila de dos para mí sola. Los estudiantes americanos estaban repartidos por todo el avión. Se les oía hablar sin parar, hasta que descubrieron la pantalla táctil que todos llevábamos en el respaldo del asiento de delante. Fue pura magia, como si les hubiéramos puesto el chupete en la boca. Se hizo el silencio más absoluto hasta que aterrizamos en Boston. 

Poco antes de despegar, el comandante se presentó por megafonía. Menos mal, se apellidaba Montoliú. No era alemán.

Es la primera vez que hago un vuelo largo con Iberia, Líneas Aéreas de España. No estuvo mal. Nos dieron de comer pasta o albóndigas. Yo preferí la pasta, que estaba bastante rica. Un rato antes de aterrizar nos entregaron una caja de cartón roja alargada que contenía unas palmeras de hojaldre, un mini Kit Kat, un mega croissant de jamón y queso y un yogur de melocotón. Los yogures no se pueden abrir en los aviones mirando para ti porque con la presión te duchas de yogur. Como estaba ensimismada con la película que estaba viendo, no caí en la cuenta y me duché de yogur. Vi “Kingsman”, del marido de Claudia Schiffer, que me pareció divertidísima, y una de acción de Liam Neeson. También aproveché para hacer parte de los deberes del curso que estoy haciendo en Madrid. Las siete horas de vuelo se pasaron volando, literalmente.

Mi vecina de la fila de al lado estuvo viendo American Sniper. Cada vez que había una escena de tensión, y hubo muchas, gesticulaba y murmuraba “fuck, fuck, fuck”, del miedo que estaba pasando. Llegué a pensar que le iba a dar un ataque al corazón. No pude contenerme y la grabé en video. 


El señor que iba sentado con su señora delante de mí no se quitó la gorra en todo el viaje. Que digo yo que la gorra es para protegerte del sol y allí dentro no había sol ninguno.
Me sorprendió el cuarto de baño. Era el doble de grande que en los de los aviones pequeños.

Volvimos a tierra firme volando por encima de Terranova y posteriormente Nueva Escocia. Entramos en Estados Unidos a las dos de la tarde. Aterrizamos a las dos y cuarto sin novedad, ocho y cuarto de la tarde en España.

Mientras aterrizábamos, la loca de American Sniper se maquillaba a todo correr. Seguro que la estaba esperando el novio en el aeropuerto.

El personal de inmigración fue bastante amable. Los que llevábamos ESTA tuvimos que pasar en primer lugar por unas máquinas donde rellenamos una serie de datos, escaneamos el pasaporte y nos sacaron una foto con cara de susto. Sé lo de la cara porque la máquina escupía un recibo con todos los datos y la foto. Había dos opciones, o entrabas del tirón en el país o tenías que pasar por un control. Por supuesto, yo tuve que pasar por el control. Cuando el policía me preguntó mi profesión me dieron ganas de empezar a gritar, porque al responder a esa pregunta en Nueva York me llevaron escoltada a una sala para interrogarme. Sin embargo, cuando oyó lo de los barcos, el policía me miró, me sonrió, me estampó un sello en el pasaporte y en el recibo con la foto de susto y me dijo: “Bienvenida a Estados Unidos”.

Salí despavorida por si cambiaba de opinión. Las maletas estaban dando vueltas y vueltas en la cinta desde hacía rato. La mía, como siempre, llegaba con una nueva herida de guerra. La arrastraron por el suelo sin contemplaciones y le hicieron otro siete en el culo. Pobrecita, si hasta en burro ha viajado la pobre.

Salí a la calle en busca del autobús gratuito de la línea plateada para ir hasta la estación de metro más cercana. Saqué un billete de metro allí mismo para no tener que entretenerme más adelante. El bus llegó casi inmediatamente. Nos metimos en un atasco monumental. Cuando nos metimos en un túnel por debajo del río caí en la cuenta de que me había confundido de autobús. Yo pretendía coger uno que enlaza con el metro directamente y no uno que te lleva a la ciudad. El error no era de gravedad, pero me obligó a ir como una sardina enlatada durante más de 40 minutos hasta la última parada, que también enlazaba con el metro. Allí tomé la línea roja hasta la estación donde estaba el hotel. Al salir a la calle caí en la cuenta de que el billete de metro seguía en mi bolsillo intacto. No tuve que pasar por ningún torno. Bueno, ahí queda para el próximo viaje subterráneo.

El hotel se encuentra en pleno centro, en un edificio histórico restaurado. Tan pronto dejé la maleta arriba y me lavé la cara, salí a la calle a dar una vuelta. Hacía algo de frío pero un sol espléndido. Recorrí parte de la calle Washington, llena de tiendas. Me llevé una tremenda decepción. Nada de gangas. Aunque traigo conmigo dólares comprados antes de la bajada, ningún artículo era suficientemente barato o atractivo. Lástima. 

Estuve también en Faneuil Hall Market Place, un par de edificios del siglo XVIII convertidos en zona de restaurantes y tiendas.

A las seis de la tarde para mí eran las doce de la noche, aunque brillaba un sol magnífico. Empecé a sentirme zombi y decidí volver al hotel previo paso por uno de los muchísimos sitios donde venden comida por los alrededores. Compré un sándwich de pan con frutos rojos relleno de pollo y verdura. 

Ya en la habitación tardé algo más de diez minutos en encontrar el interruptor de la luz del cuarto de baño. Aunque da la exterior, mi preocupación era tener que ir durante la noche a oscuras.

Me di una larga ducha y estuve investigando el mueble bar, porque nada de mini bar, es un bar en toda regla, con una botella de medio litro de Jack Daniels, botellas de champán, refrescos varios y un surtido de chucherías impresionante. También hay medicinas y una caja con juguetes….., con juguetes….. para adultos.

A las ocho de la tarde cometí el error de meterme en la cama más muerta que viva. 

Buenas noches desde Boston, Massachussets.








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