18 oct 2018

Una cateta en Noruega (Día 2)


Cuatro grados centígrados para empezar el día. Sol sin moscas.
Noruega pertenece al mundo sin persianas. Lo único bueno de las fechas de este viaje es que amanece a las ocho y es posible despertar a una hora decente. En verano tiene que ser muy divertido.
Dormí bastante bien. La cama tiene un edredón que sobresale mínimamente del borde. Seguro que he dormido con un pie por fuera. Catarro asegurado. Eso me pasaba cuando iba a estudiar a Inglaterra. Todos los años me ponía a morir por culpa del edredón. Yo tengo que dormir tapada hasta la nariz, en invierno y en verano.
Salí a la calle a las ocho y media para aprovechar bien las horas de luz. Un día espléndido. He traído las gafas de sol solamente para usarlas hoy, el único día que voy a disfrutar de buen tiempo.
Oslo me ha sorprendido muy gratamente. Esperaba una ciudad fría y desangelada, pero me he encontrado con una capital llena de avenidas anchas siempre animadas, aunque bastante silenciosas por la ausencia de tráfico. Exceptuando las calles por donde pasan los tranvías y los autobuses, en el resto puedes saltarte los semáforos en rojo sin peligro. Pasan poquísimos coches y muchos de ellos son eléctricos.
Di un paseo por los alrededores del hotel a la espera de ir a la estación a unirme a un grupo de turistas con guía gratuito, igual que hice en Amsterdam el año pasado. Un rato antes de la hora me senté en un banco y se me ocurrió entrar en la web del grupo, donde encontré un mensaje informando que hoy quedaba cancelado el paseo. Decidí entonces hacer el recorrido yo sola, ayudada por la guía de viaje que tenía descargada en el teléfono. 
Lo primero que hice fue ir a visitar el famoso edificio de la ópera. De estilo moderno, levantado frente al fiordo, puedes subir por sus rampas hasta el tejado, desde donde se disfruta de unas vistas impresionantes.


Paseé por los embarcaderos de la zona. Hay una parte donde instalan bares cuando hace buen tiempo. Había por allí cosas muy curiosas, como un camión ruso reconvertido en biblioteca o una estructura de madera con miles de camisas colgando. Por todos lados justo al borde del embarcadero colgaban letreros diciendo que por allí no se permitía el alcohol. Sospecho que se les cae mucha gente al agua.
Pisé una enorme caca de caballo aplastada sin querer. Buena suerte. Los culpables pasaron unos minutos más tarde, tres caballos con tres mujeres policía encima.
La siguiente visita fue al ayuntamiento. De camino, vi en un escaparate unas fundas de goma para que la gente se pueda poner zapatos de ante en invierno. Piensan en todo estos vikingos.
El ayuntamiento se comenzó a construir en los años 30, pero debido a la II Guerra Mundial no se pudo terminar hasta los 50. Es un horroroso edificio de ladrillo rojizo con dos torres. Aún siendo un horror, tiene su encanto. Allí se celebra la ceremonia de entrega del Premio Nobel de la Paz, en una enorme sala que ocupa el centro del edificio, decorada con pinturas que representan la historia y la vida laboral del país. La sala está abierta al público, al igual que los baños, donde supongo que Teresa de Calcuta hizo pis y luego se lavó las manos cuando vino a recoger el suyo. 
Desde los grandes ventanales de la sala se contempla el fiordo. Salí por detrás del edificio para ver la zona. Volaban en ese momento cantidad de trozos de algodón de alguna planta, llenando el suelo por completo.
Los barcos que hacen rutas turísticas por los fiordos de los alrededores salen desde allí. Me lo estuve pensando, pero al final decidí no tomar uno porque me iba a hacer perder muchas horas que necesitaba para visitar el resto de lo que quería ver. 
Le saqué una foto a la escultura de un buzo de acero inoxidable que me llamó la atención.
Subí por la avenida Karl Johans Gate hasta el Palacio Real, que queda en la zona más alta. Es un edificio de color amarillo, relativamente modesto para ser un palacio real. Harald estaba en casa. Digo yo que estaba en casa porque ondeaba la bandera real en el mástil como hacen en Buckingham Palace.
Casualmente, cuando llegué allí tuvo lugar el cambio de guardia. Nada que ver con el de Londres. Salieron seis soldados imberbes desfilando sin música desde una caseta de madera y se fueron cambiando con los que estaban en las garitas. Me pregunto si los tienen allí perennemente en el mes de enero y si les dan una medalla cuando llega la primavera.
Por detrás del palacio hay unos jardines que se 
llaman Slottsparken. Como estamos en otoño y se están cayendo las hojas, estaba todo el suelo lleno de hojas. Hacía muy bonito y olía muy bien.
Junto a un estanque de patos me senté a comer un sándwich acompañada de una joven mamá y de la reina Sonja, que estaba allí disfrutando del bonito día de sol. Los patos y unas cuantas palomas se acercaron a ver si había algo de suerte y les daba unas migas de pan. No hubo suerte porque apareció una enorme gaviota que los espantó a todos. Se me puso delante mirándome fijamente. Las gaviotas aquí tienen la cara muy dura. Les pasas por al lado y no se inmutan. Les vas a hacer una foto en primer plano y no se inmutan. No les das parte de tu bocadillo y se empiezan a acercar lo suficiente para que empieces a pensar que en un rápido movimiento te van a arrancar el bocadillo de la mano. Estiré la pierna poniéndole la bota en la misma cara  para que supiera quién mandaba allí. Y allí mandaba ella, porque me dio un picotazo en toda la suela de la bota. Le di el último bocado del sándwich y me largué por si me pedía postre.
Al volver a pasar por la puerta del palacio, tres sujetos con chistera y capa hablaban en gutural con el soldado de la puerta, que llamó por la emisora que llevaba pegada a la guerrera para que alguien viniera a buscarlos. Aparentemente, tenían cita con alguien de dentro, Harald, Sonja, Hakon o Mette Marit, quién sabe.


Bajando por la enorme avenida con jardines en el centro, estuve contemplando los edificios de la universidad, el Teatro Nacional y, al fondo, el Parlamento. No se observan unas medidas de seguridad como en otros sitios. En el Palacio Real, te puedes acercar a la puerta sin problema y en el Parlamento había una serie de señores que supongo serían parlamentarios charlando en la puerta. Me podría haber acercado a ellos sin que nadie me lo hubiera impedido.
Entré en una tienda de souvenirs para cumplir con los dos encargos que me han hecho. Puedes comprar un alce de plástico con pelo en tamaño natural, cachivaches de todo tipo con la bandera noruega o una piel de reno auténtica para ponerla encima de la cama. También había gnomos que se movían y unos japoneses que compraron media tienda.
Di una vuelta por la zona de tiendas sin comprar nada porque todo es carísimo. Un plátano cuesta un euro y una botella de Coca Cola de medio litro tres euros. Yo moriría de hambre en este país.
Hablando de Coca Cola, tienen Coca Cola de frambuesa, pero “uten sukker”, que viene a ser lo mismo que “sin azúcar”. Como eso va contra mi religión, no compré una para probarla.
Lo último que visité antes de rendirme fue el Akershus Fortress, un conjunto de construcciones militares rodeadas por una muralla que tienen su origen en la Edad Media. Por allí también había soldaditos de guardia en sus garitas. 
Desde lo alto de la muralla se veía a lo lejos Holmenkollen, que es el tobogán ése por el que es tiran con esquís. No sé cómo no se matan, si es que es brutal.
La zona más cercana a la fortaleza es la más antigua que se conserva de Oslo, que antes se llamó Kristiania. 
La ciudad es muy fácil de visitar porque casi todo está a tiro de piedra. Tiene unos 650.000 habitantes que no estorban nada. 
Me han quedado por ver los museos por dentro y alguna zona de las afueras que podría haber merecido la pena.
Antes de las seis de la tarde llegué al hotel arrastrando la pierna izquierda. Me he acordado hoy de porqué yo nunca uso botas. La fricción de la bota con ese hueso me da calambres y me ha causado un hematoma. Vamos a ver si mañana soy capaz de calzarme.
Buenas noches desde Oslo.


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