Desperté yo sola a las siete y cuarto. Después de arreglarme, desayunar y cerrar el equipaje, decidí salir hacia el aeropuerto a falta de algo mejor que hacer.
Me puse las botas colocando un gran trozo de papel higiénico dentro del calcetín, justo debajo del hueso deteriorado.
Mi botiquín de viaje consiste en dos pastillas de ibuprofeno y un tubo de Voltarén para darme friegas en el brazo derecho, que me dañé subiendo a un barco hace unos días. Suponiendo que no me iba a hacer daño, sino todo lo contrario, me hice friegas también en el hueso. Esta mañana tenía un aspecto más decente que ayer por la noche.
La garganta empezaba a picarme y noté la bola al tragar. El catarro está a punto de caer. Esta noche desperté una vez con el pie fuera. Me pregunto si servirá de algo darme friegas en la garganta con el Voltarén.
El check out del hotel también te lo tienes que hacer tú. En el mismo ordenador que a la entrada tecleas que te vas y metes la tarjeta de la habitación por una ranura. No te dice ni adiós.
Me despedí del tigre a la puerta de la estación de tren. Saqué el billete para el aeropuerto en una máquina, por supuesto, y tomé el de las 08:34 con destino a Lilehammer. Os suena el nombre porque allí se celebraron unas Olimpiadas de Invierno.
Tras 20 minutos de viaje por debajo de un túnel y por unos paisajes espectaculares, me bajé en el aeropuerto. El hueso me molestaba al caminar, pero no demasiado.
En el control de seguridad me hicieron sacar de la mochila la cámara de fotos, el biberón para el teléfono y mi botella de agua, que contenía exactamente un culín dentro. Me lo tuve que beber con el segurata de testigo para demostrar que no era ácido sulfúrico. La cámara y el biberón pasaron por segunda vez por el escáner. Una vez demostrado que no llevaba conmigo una bomba desmontable, entré en la zona de pasajeros. Está dividida en dos, una para vuelos nacionales y otra para internacionales. La de nacionales tiene menos tienda que la otra, por lo que pude ver cuando llegué el miércoles. Aún así, no está nada mal.
Me senté a leer un rato mientras esperaba a que anunciaran en los paneles mi puerta de embarque. Una vez apareció, me puse de pie y fue el horror. Me dolía tanto que fui cojeando hasta mi puerta de embarque. Allí me senté en una butaca, me quité la bota y puse el pie en alto hasta que embarcamos. Se estaba pasando el efecto del Voltarén, el bendito Voltarén que estaba dentro de mi maleta y no conmigo en la mochila.
Salimos de Oslo a la hora prevista y llegamos a Tromsø dos horas más tarde, sin novedad.
Tromsø está a 350 kms al norte del Círculo Polar Artico, en la misma latitud que el norte de Alaska. Si quieres ir un poco más arriba, casi que tienes que subirte a un trineo tirado por perros de ojos azules. Alberga la universidad más al norte del mundo, y el congreso internacional de WISTA que celebraremos la semana que viene.
Todavía no entiendo los motivos que nos llevaron a votar esta sede.
Se nos fue un poco la mano.
Se nos fue un poco la mano.
Me crucé con Amundsen por el aeropuerto. Le dije: “Roald, no te vayas a montar en un hidroavión, que los carga el diablo.” No me hizo caso.
Mi maleta salió sin novedad, un poco más sucia si es que le cabe más mierda.
En la terminal compré el billete de autobús en una máquina, por supuesto, no sin antes ayudar a un matrimonio alemán de la edad de mis padres que querían comprar los suyos.
En apenas diez minutos estábamos en nuestro destino. Eran las tres de la tarde. Como aquí anochece a las cinco, ni siquiera me paré a abrir la maleta. Salí a dar un paseo para aprovechar la luz.
En Tromsø vive gente de más de 100 nacionalidades distintas. El motivo se me escapa. En el avión venían varios españoles, y en el aeropuerto había un avión de Ethiopian Airlines. ¿Los etiopíes, así como están todos en el pellejo, sobreviven al invierno ártico?
Aunque la temperatura no era muy baja, unos siete grados, la sensación es de mucho frío porque la humedad es altísima.
Las vistas desde el borde del agua, junto al hotel, son magníficas.
A las cuatro y media llegaron Karin, Jeanne, Thea y su marido Denny. Dejaron sus trastos y nos fuimos a pasear. Acabamos metidos en un pub, el mejor pub de Tromsø, según Jeanne encontró en internet, de donde salimos oliendo a hamburguesa con patatas.
El pie dejó de dolerme poco a poco. Me queda una ligera molestia. Tengo que evitar abusar de él.
Volvimos al hotel a las seis y media. Era noche cerrada y daba la impresión de que eran las diez de la noche.
Quedamos a las ocho para cenar en el restaurante del hotel, donde comimos una carne rarísima en salsa con frutos rojos que sabía a cordero. De postre nos cepillamos una de las tabletas de chocolate que Karin me trajo de regalo. Luego pasamos al bar del hotel a charlar hasta las diez y cuarto. A esa hora nos despedimos porque hay quien sufre todavía jet lag y quien se tuvo que levantar hoy muy temprano para tomar un avión en Amsterdam.
Buenas noches desde el Artico.
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