22 oct 2018

Una cateta en Noruega (Día 5)

Ocho grados centígrados para empezar el día.
A la una de la madrugada desperté con un calor espantoso, empapada en sudor. Entre la camiseta gorda que llevaba, el magnífico edredón y la chimenea de pega, mi tienda era una sauna. Lástima que el edredón no me quepa en la maleta. ¡Qué maravilla!
Después de ajustar la temperatura volví a entrar en coma.
Varias veces durante la noche desperté porque llovía con intensidad y hacía un viento ligeramente huracanado. No temí por mi vida ya que la tienda está preparada para esto y más.
Aunque tuve ganas de ir al baño, me aguanté. Jeanne, sin embargo, se aventuró a salir a las cinco de la mañana, no sin antes hacer un barrido con su linterna por los alrededores por si hubiera algún alce despistado.
El retrete del campamento merece capítulo aparte. Había un par de ellos portátiles, con calefacción. Dentro olía bien siempre, aunque carecen de cisterna. Todo cae en el agujero y allí permanece, a la vista. 
Me venía continuamente a la mente un libro del escritor noruego Jo Nesbø llamado Headhunters. El protagonista no tiene más remedio que meterse de cuerpo entero dentro de uno de esos retretes para esconderse de un asesino. Se metió en la boca el cartón de un rollo de papel higiénico como tubo para poder respirar. Me dan arcadas sólo de pensarlo.
A las siete de la mañana no pude más y me levanté. Me lavé como pude y fui con Karin a dar un paseo por los alrededores.
Benditas botas. Gracias a ellas no nos quedamos hundidas. La polaca nos comentó que dentro de unos días, en cuanto empiece a hacer frío de verdad, el suelo se helará y se cubrirá de nieve.
De las montañas bajaban varias corrientes de agua.
Jeanne, en otro paseo que dio por su cuenta, se encontró con un enorme cagallón. Estuvimos mirando en internet y no puede ser de alce. Los alces hacen caca como los conejos, en bolitas. Estamos demasiado al sur para que fuera de un oso, así que no sabemos qué animal nos dejó el regalo cerca del campamento.
Denny nos regaló la imagen más espeluznante del día. Salió de su tienda en gayumbos, con botas, chaquetón y el gorro en la cabeza. Espeluznante.
Desayunamos estilo noruego dentro de la cabaña. La polaca nos preparó fiambre, caviar, quesos varios, yogures, uvas, tomates. Todo eso que normalmente no se te ocurriría comer en casa un domingo por la mañana. 
Intentamos dar otro paseo todos juntos pero se puso a llover.
A las diez nos despedimos de nuestras tiendas y tomamos rumbo a Sommarøy, una pequeña isla desde donde se supone que se observan las mejores auroras boreales. Allí nos instalamos en el Arctic Hotel. Karin contó 15 huéspedes en total. El invierno en la isla tiene que ser un continuo ja, ja, ji, ji. Cuenta con 300 habitantes y un solo pub que, por supuesto, fuimos a inspeccionar tras dar un paseo por la playa y los alrededores. 
El lugar es una preciosidad, con casitas de madera de colores, el fiordo y las montañas de fondo. Hace un frío que te cagas y sopla un viento que te lleva a la mínima que te despistes, pero todo muy bonito.
Durante el paseo no nos cruzamos con ningún aborigen. En el pub coincidimos con una familia de indios de La India. No sé qué pintaban aquí, con el frío que tienen siempre los indios.
Comimos y cenamos en el hotel, que es el único sitio decente donde se puede comer. 
A las ocho de la tarde nos recogió nuestro guía para hacer un nuevo intento de ver la aurora boreal. Nos llevó hasta una cabaña junto al agua donde tienen todo preparado para guarecer a los turistas mientras esperan a que aparezcan los colores verdes en el horizonte. Nos abandonó allí con su novia y su hija porque hoy le tocaba bañarse en el mar con los colegas y luego sesión de sauna. Sí, todos los domingos desde hace 30 años se meten en el mar. Deben estar deseando que llegue el domingo por la noche para echarse unas risas.
Hartos de mirar al horizonte cubierto de nubes, a las diez y cuarto desistimos del intento y volvimos al hotel. Nos fuimos directamente a dormir, muertos.
Buenas noches desde Sommarøy.










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