17 oct 2018

Una cateta en Noruega (Día 1)


Nueve de la mañana. A esa hora me recogió mi taxista favorito en la puerta de casa. Da gusto salir de viaje a una hora decente. 
Un poco antes de llegar al aeropuerto de Faro, paramos en una gasolinera de CEPSA que tiene una cafetería estupenda. A la vez que nosotros llegó un autobús lleno de chinos, de chinos de verdad, no japoneses. Entraron directamente al baño y luego adquirieron comida y bebida de forma ordenada y silenciosa, que no coherente. Nunca había visto comer un helado de palo antes de la diez de la mañana. Igual igual que los autobuses de ancianos del IMSERSO, igual. Esos llegan, te revuelven el negocio, dan gritos, ensucian, las viejas crean enormes colas en el baño porque no son capaces de colocarse bien la faja, los matrimonios se pelean, llaman a los hijos por el móvil dando alaridos y finalmente salen renqueando camino del autobús, para tener que parar cincuenta kilómetros más allá por culpa de la incontinencia urinaria.
A las diez y media estaba bajándome del Mercedes de mi taxista favorito. No entró conmigo porque tenía un poco de prisa.
El mostrador de facturación estaba ya abierto, así que me puse en la cola de suecos. El sujeto que me atendió en el mostrador fue muy amable. Me dio el asiento que yo quería. Esta vez pedí pasillo al fondo del todo. Para un vuelo tan largo es conveniente tener salida rápida al cuarto de baño.
Mi maleta pesó 13 kilos.
Pasé sin novedad el control de seguridad. Aún llevando mis flamantes botas de excursionista que va al norte muy norte por primera vez, no me las hicieron quitar, ni pité, ni me metieron mano. Parece que con la edad voy adquiriendo aspecto respetable.
Eché un vistazo a las tres tiendas del aeropuerto y me senté a esperar la salida de mi vuelo. Se me sentó al lado un italiano, que supe que era italiano porque estaba hablando por teléfono en italiano. Por el aspecto podría haber sido cualquier cosa menos italiano. De un italiano se espera un poco más de glamour en el vestir.
Puntualmente nos metieron en el avión, al cual nos trasladaron en un autobús. Los 154 suecos que me acompañaban se sentaron rápidamente en sus sitios sin formar atascos ni follones. 
A mi lado se sentó un matrimonio de cincuenta y muchos años que consumieron una lata de cerveza y dos botellas de vino español cada uno.  En la imagen se les ve abriendo una bandeja de tapas españolas que consumieron después de un plato de carne y antes de unas patatas fritas.
Cuando no bebían ni tenían la boca llena, hablaban en sueco sin parar. Yo no me enteraba de nada porque no hablo idiomas guturales, pero me tenían hasta el moño. Gracias a que teníamos wifi gratis no me tiré del avión en marcha. 
Cuatro horas y cuarto soportando a 154 suecos descalzos son muchas horas. Nada más sentarse, todos los suecos se quitaron los zapatos y los colocaron cuidadosamente debajo de cada asiento delantero. Para una persona que tiene fobia a los pies es una dura prueba ver tantos pies.
Y además, iban al baño descalzos. ¿Quién se aventura a ir a un baño público descalzo? Un sueco. ¿Por qué? Pues porque el suelo del baño estaba limpio como una patena porque sólo lo habían utilizado los suecos y yo.
La única sueca que se libraba de la quema aún está en la edad de la inocencia, aún se reía. Todavía no le han contado que los suecos son gente seria. 
Mis vecinos suecos deben de tener la vejiga de acero inoxidable. Después de meterse entre pecho y espalda todo el líquido que se metieron, sólo fueron al baño al final del todo, cuando el avión empezó a descender. Al volver a sentarse, se me quedaron los dos dormidos como ceporros. Ni siquiera abrieron los ojos cuando aterrizamos. Por su bien y el de otros usuarios, espero que no tuvieran el coche aparcado en el aeropuerto.
Obedientemente, nadie se movió de su asiento ni se oyó a nadie quitarse el cinturón hasta que se apagaron las luces y sonó el pitido avisándonos. Nos pusieron escalerilla por delante y por detrás. Por primera vez en mi vida salí la primera del avión. En la pista hacía un poco de biruji, unos 12ºC, que tampoco es para morir, teniendo en cuenta que estábamos en Estocolmo.
Ya en la terminal, busqué en los paneles la puerta de embarque de mi siguiente vuelo. Resultó estar justo al lado de la puerta por la que había entrado.
Allí habían colocado una cabina de teléfonos gigante donde tenían encerrados a unos señores echando humo. 
A las seis de la tarde exactamente, ni un minuto antes, ni un minuto después, salimos de viaje en el Juan Sebastián Elcano camino de Oslo, donde aterrizamos 50 minutos más tarde, tal y como nos había anunciado el piloto. Por aquí no se andan con tonterías con las horas. 
Mi maleta salió escupida por una cinta con más mierda que el rabo de una vaca pero sin más desperfectos de los que ya sufre debido a su intensa y larga vida. Cuando la estaba recogiendo sonó mi teléfono. Era la recepcionista de mi hotel preguntando a qué hora llegaba. Que te lo pregunten a las once de la noche para poder hacer uso de la habitación si no apareces, me parece normal, pero a las siete de la tarde es un poco fuerte.
Me dirigí a tomar un tren al centro de Oslo. Hay dos opciones, uno express y uno normal de NSB que cuesta la mitad y tarda sólo 20 minutos. Laura, toma nota para el viernes.
En el andén tuve que sacar la bufanda porque ya se notaba una rasca importante. Seguro que tiene que haber un par de fallecidos en ese andén cada invierno.
En la estación central de Oslo, que es muy grande y muy moderna no me entretuve. Ya la miraré mañana.
El hotel está a cuatro minutos andando. Sé que son cuatro minutos porque lo miré en Google Maps antes de salir de casa. 
Cuando una viaja sola tiene que actuar con naturalidad, como si viviera en el sitio a donde llega, para no atraer la atención de aquellos que están a la expectativa para secuestrar o atracar a damiselas en apuros. Jamás hay que pararse en la puerta de la estación y sacar un mapa. Hay que salir con la mirada resuelta y caminar sin dudar hacia tu destino. Para eso está Google Maps. Te aprendes la ruta de memoria, sabiendo en qué esquina tienes que girar porque allí hay un edificio amarillo o una tienda de escopetas.
El hotel es moderno, tan moderno que entras por una puerta y te quedas encerrado en una cápsula de cristal donde hay varios ordenadores. Tecleas el número de tu reserva, metes la tarjeta de crédito y el ordenador te da la bienvenida y te escupe una tarjeta y un papel con instrucciones. Con la tarjeta abres la puerta de cristal y accedes al hotel. Tú te lo guisas y tú te lo comes. Si quieres algo tienes que pulsar un timbre rojo y entonces aparece un ser humano de detrás de un mostrador para darte un secador del pelo o una toalla adicional.
La habitación contiene lo justo y necesario. Me gustan los hoteles así. No hay lugar para esconder la porquería detrás de una cortina.
La temperatura es perfecta. Menos mal que traje el pijama de verano. Me lo estaba oliendo. En la calle frío y dentro el trópico. Hasta el suelo de la ducha está calentito. Así sí.
Buenas noches desde Oslo.

3 comentarios:

Mª del Carmen dijo...

Qué buenoooo!!!. Me encanta tu blogspot!.Me he reído muchísimo y te he ido imaginando paso a paso. Me muero por el capítulo 2!!!. Disfruta y abrígate!! Besitos ������������

Unknown dijo...

Jajajaja. "Damisela en apuros.." no te definiría yo de esa manera.. Tu ya eres una dama con experiencia y capacidad resolutiva... Esperando ya el capítulo segundo!!! 😘

Mónica dijo...

Estás segura de que te llamo la recepcionista y no un robot?