2 oct 2017

Una cateta en Holanda (Día 1)


Hoy no tuve que levantarme a las tantas de la madrugada para coger un vuelo y luego otro. Desperté tranquilamente a las ocho y cuarto, recién terminada mi guardia, que no me dio ningún trabajo durante la noche.
Después de varios preparativos de última hora, hice un brunch a las doce para no tener que comer comida de plástico en el aeropuerto. 
Cerré la maleta y la pesé. 17,5 kgs. Mucho para el viaje de ida, pero hay que tener en cuenta que van dentro varios regalos y Raúl el toro. 
Raúl The Bull es un toro de hierro y esmalte rojo, más feo que un pie y pesado como un cadáver. Lo compró Jeanne cuando fue a España en junio. Lo dejó bajo mi custodia porque tuvo que marcharse a Australia a toda prisa por una emergencia laboral un día antes de lo previsto y no quería dar la vuelta al mundo cargando con el toro. Literalmente dio la vuelta al mundo.
Fueron a verme varias miembros de WISTA, Karin, Kathi, Jeanne y Lena, una holandesa, una alemana, una americana y una sueca. Pilar dice que es como en los chistes. La sueca casi se nos muere de una congestión por culpa de la ola de calor que sufrimos.
El caso es que tuve que hacer la maleta rodeando a Raúl con ropa por todos lados, no por protegerlo a él, sino a mi maleta. Temía que al salir por la cinta de equipajes aparecieran un cuerno o una pata de Raúl saliendo por algún lado.
Mi taxista favorito me recogió a la una menos cuarto de la tarde. Hacía calor.
Paramos en la gasolinera que hay un rato antes de llegar al aeropuerto de Faro a tomarnos un refrigerio. Aproveché para probar uno de esos pasteles portugueses hechos de hojaldre y crema pastelera. Estaba recién hecho y calentito. Perfecto como postre. 
Había allí aparcada una “fragoneta” con matrícula escocesa. Sí, la matrícula era escocesa, no del Reino Unido. Los propietarios estaban dentro de la cafetería. Tenían aspecto de viejunos alternativos.
Mi taxista favorito me depositó en la puerta del aeropuerto a las dos y media. 
Hacía tiempo que no iba por allí. Lo han estado renovando poco a poco. Ya lo tienen casi listo. Les está quedando la mar de guapo.
Facturé y entré en la zona de pasajeros sin mayor problema, aunque la cola fue bastante larga. Supongo que por eso se veía después a la gente corriendo camino de sus puertas de embarque, por ir con el tiempo justo.
Me vi rodeada de cientos de turistas británicos, polacos y holandeses de vuelta a casa, vestidos de verano y bien bronceados. Pobrecitos, iban camino del invierno.
Un grupo de hombres solos ingleses llevaban en la mano las bolsitas de plástico donde tienes que llevar los líquidos. Llevaban más productos de cosmética que yo.
Nos subieron al avión con una velocidad que no había visto nunca. Las filas de delante por el finger y las de detrás andando por la pista, entrando por la puerta trasera. En menos de diez minutos estábamos todos dentro, con un poco de retraso sobre la hora prevista porque el avión acababa de llegar. 
Mi asiento estaba lleno de migas de galleta.
Me tocó sentarme junto a una madre y una hija que no me dieron nada de guerra. El marido y padre iba al otro lado del pasillo. La madre iba vestida como recién salida de una peli de los años 80.
Cuando por fin nos metieron todo el equipaje en la bodega y pudimos salir ya llevábamos 20 minutos de retraso.
Es la primera vez que viajo con Transavia, y no me ha disgustado nada. Los asientos son de color verde y las azafatas también. 
El piloto nos llevó por la pista a calzón quitado para despegar lo antes posible. Mientras tanto, las azafatas verdes nos hablaban por megafonía en holandés, un idioma que suena más o menos así: “druken, ajmedan, ajo, jjjjj”. Bueno, más o menos. 
Iba sentada en ventanilla pero sin ventanilla. La más próxima quedaba a la altura de mi respaldo, así que para ver Faro desde arriba tuve que hacer un esfuerzo de cuello importante.
Durante el vuelo tuve oportunidad de observar a la gente de mi alrededor, o mejor dicho, a sus cabezas. Tengo la impresión de que en Holanda no venden peines. Había un despeinado general entre el pasaje, doscientos holandeses y yo.
He de añadir que los holandeses son moderadamente ruidosos para ser de tan al norte. No es como aquel vuelo que tomé con destino a Estocolmo, que daban miedo. Estos de hoy iban hablando, se reían y los niños lloraban.
Cuando pasaron las azafatas con el carro de las chuches, fue una fiesta. Se lo comieron todo, absolutamente todo. No hubo holandés que no se comprara algo.
Yo llevaba en la mochila un sandwich de chorizo por si me entraba hambre, pero no me entraba. Cada vez que abría la cremallera para sacar o meter algo, salía un efluvio a chorizo tremendo. Menos mal que no me entró hambre. Hubiera sido un espectáculo.
Según nos acercábamos a San Sebastián, nos fuimos acercando también a las nubes, por encima de las que volamos hasta que llegamos a destino. Sé lo de San Sebastián porque lo dijo el piloto. Estos aviones de bajo coste no llevan pantallita para ver por dónde vas.
Cuando nos encontramos por debajo de las nubes, a punto de aterrizar, pude ver un poco de Holanda. Hay muchos charcos, mucha agua por todos lados y todo muy verde. Fue casi lo único que pude ver porque enseguida oscureció. Aterrizamos en Rotterdam a las siete y media y ya era de noche. Como yo de noche no veo tres en un burro, poco más pude ver hasta que llegué al hotel.
El aeropuerto es pequeñito, muy moderno y muy bonito. Nos bajaron del avión andando por la pista. No me di cuenta hasta que me vi en la escalerilla. Iba yo a cuerpo gentil, con una camisa por toda protección contra los 16ºC que hacía. Ya ha habido muertos por culpa de eso, por un cambio de temperatura tan repentino. Y es que en Holanda ya es invierno.
Mi maleta salió de las primeras, con un poco de polvo blanco por encima que espero que no sea cocaína. No voy a esnifarlo por si acaso. Por lo demás, con sus achaques, incluido el siete que le hicieron en el viaje a Milán hace un par de semanas.
Antes de salir a la calle me puse el cortavientos fucsia que compré en Nueva York. Fondo de armario, Patricia, qué razón tenías.
El sistema de transportes holandés tiene una aplicación para el móvil que se llama Reisplanner. Le dices que quieres ir a la calle Leuvehaven 80 desde el aeropuerto de Rotterdam y te dice cómo tienes que hacer, lo que vas a tardar, lo que te va a costar, en qué andén tienes que tomar el metro, y a qué hora sale. Tremendo. Cogí el autobús 33 hasta la estación de tren y allí el metro hasta Leuvehaven. En frente de la parada estaba el hotel. 3 euros. Con el mismo billete vas en el autobús y en el metro. Tremendo.
De lo poco que vi en la oscuridad, me gustaron los alrededores de Rotterdam. Había ocas al borde de un charco, muchos puentecitos de madera, casitas bajas, jardines, y unos que ya tienen las luces navideñas puestas en la fachada de casa.
En el metro me empezó a entrar hambre, pero como la aplicación decía que iba a tardar cuatro minutos en llegar a destino, me abstuve de sacar el sandwich de chorizo.
Ya en el hotel fue casi lo primero que hice cuando me encontré sana y salva en la habitación. Me lavé las manos y me comí el sandwich de chorizo, un plátano y una chocolatina.
Eran casi las nueve de la noche, tarde para aventurarse a oscuras por ahí y tarde para unirme a las cenas de las miembros de WISTA que ya andan por aquí.
Tras constatar que era necesario dar un repaso a la ropa que iba saliendo de mi maleta, pedí que me subieran una tabla y una plancha. Estuve planchando mientras oía la radio por internet, como si estuviera en casa.
Raúl ha llegado intacto. No se le han salido ni un cuerno ni una pata del envoltorio.
Y eso es todo por hoy.
Buenas noches desde Rotterdam.


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