12 oct 2017

Una cateta en Holanda (Día 12)

Ayer, justo antes de acostarme, Vilma me envió un mensaje desde Israel para contarme gráficamente qué habían hecho en casa con los zuecos que su hijo Ianiv insistió en que le compraran entre llantos cuando era un crío.
Desperté a las siete y veinte con la garganta seca por culpa del aire acondicionado. Normalmente lo quito por la noche, pero como hace frío fuera, lo dejé en aire caliente toda la noche.
Tras desayunar tranquilamente en la habitación, cerré el equipaje, lo pesé y tuve que redistribuir un par de cosas para no sobrepasar los 20 kgs. ¡Qué buen invento el pesador de maletas de viaje! Te ahorra sorpresas desagradables al facturar. 
Al salir al pasillo me crucé con tres personas. En el ascensor tuve como acompañantes a tres individuos de origen balcánico, uno de ellos en pijama y zapatillas. Llevaban una bolsa de pan de molde y un tarro de Nutella, evidentemente para hacerse el desayuno en la zona donde te puedes preparar comidas. Estuve a punto de unirme a la fiesta.
En el hall volvía a haber bastante movimiento. Como había pagado la habitación a la llegada, sólo tuve que depositar la tarjeta en el mostrador de recepción antes de dirigirme a la estación de tren.
Había salido el sol, maldita sea mi estampa, pero hacía un frigolín importante.
Compré el billete en una taquilla automática y subí al tren de las 10:09 dirección Vlissingen. La aplicación del servicio de transporte para móvil es una pasada. Me permitió elegir el tren más conveniente para viajar más barato y sin hacer transbordos.
Me despedí de la ciudad del pecado desde la ventanilla. Según la Biblia, existen Sodoma, Gomorra y Amsterdam.
En el mismo vagón que yo viajaba un grupo de señoras pijas cercanas a los 60 años, de éstas que van a pasar el día de compras y se visten con zapatillas de deporte de marca, negras con brillantitos. Eran unas cotorras. Cuando se bajaron en Leiden se hizo por fin el silencio. 
Al otro lado del pasillo iba una señora concentradísima estudiando español con un libro de ejercicios que se llamaba “Con gusto”. Debe ser difícil eso de estudiar español, con tantas conjugaciones de verbos, y preposiciones, y los verbos ser y estar que se usan para cosas diferentes. 
Pasamos Haarlem, que dicen que tiene una visita, pero no me ha dado tiempo, por La Haya y Delft. A las 11:18 estaba en Rotterdam Central y a las 11:42 en el aeropuerto, tras tomar el bus 33, exactamente como decía la aplicación. 
En el autobús pasé los mismos lugares que al venir y que no pude ver porque estaba oscuro. Volví a ver a las ocas al borde de la carretera, junto a un canal con puentecitos de madera. 
El aeropuerto de Rotterdam es diminuto. La zona de llegadas y salidas es común. Conté un total de 16 asientos y una mesa larga de madera con taburetes en la cafetería. En los momentos en que llegaba algún vuelo aquello se llenaba completamente. Hubo dos llegadas de estudiantes. Se juntaron los padres esperando y los chavales llegando. La segunda llegada era desde Roma. Todas las chicas llevaban una sudadera rosa, y algunos chicos también, donde se leía ROMA.
La mayoría de los destinos de los vuelos eran a lugares poco serios, vacaciones al sol.
Estando sentada esperando para facturar me llegó una foto por WhatsApp de Mónica desde Amsterdam, justo al lado del muñeco cabreado. Ella y Héctor están allí pasando el fin de semana. No hemos coincidido por horas.
En el panel de salidas aparecía un curioso vuelo a las 20:00 hrs, Welkom Facebook Like.
A las dos y cuarto pude por fin deshacerme de la maleta. Pesó 300 gramos más de lo permitido. No me dijeron nada. No estoy de acuerdo con el peso. Según el mío, faltaban 100 gramos para llegar al límite.
El aeropuerto estaba casi desierto cuando facturé y cuando entré en la zona de pasajeros. Pude tomarme mi tiempo para quitarme chaquetones, cinturón, anillos, reloj, etc.
La zona de embarque es igualmente diminuta que la exterior, pero muy acogedora. Está decorada como un salón, con butacas, sofás y mesas muy cómodas. 
Di una vuelta a la única tienda y tomé posesión del una de las butacas. En ese momento no había casi público. 
Al cabo de media hora se llenó aquello de familias camino de Faro, Málaga y Barcelona. Mucho niño rubio.
Estuve leyendo, aunque con cierta dificultad porque la comodidad de la butaca invitaba a mirar para dentro.
Uno de mis vecinos iba disfrazado de estrella del rock trasnochada, con chaqueta y camisa blanca y un escandaloso pantalón de flores. El detalle de las gafas de sol no me queda claro, pues en el exterior había nubarrones negros.
Nos embarcaron andando por la pista. Comenzamos a rodar un minuto antes de la hora.
Mis compañeros de asiento y de fila eran cinco hombres holandeses de mediana edad que no pararon de hablar en holandés en todo el camino, así que no sé de qué iba la conversación.
Después de tantos días en el país, debe de habérseme puesto cara de holandesa. Es la única explicación que encuentro al hecho de que hoy todo el mundo me ha hablado en holandés, empezando por el revisor del tren y terminando por los azafatos del avión.
Volamos por encima de la entrada del puerto de Rotterdam. Aunque el holandés de al lado estaba claramente interesado en mirar al exterior, ocupé toda la ventanilla para sacar algunas fotos y no perder detalle.
Volvieron los pasajeros a comerse y beberse todo el material que ofrecían en el carrito del servicio de cafetería. Los precios no son muy diferentes de lo que pagan en tierra por tomarse algo en un bar.
En el avión hacía frío, así que mantuve las capas y capas de ropa puestas hasta que aterrizamos en Faro con diez minutos de adelanto.
Mi maleta salió sin ningún daño nuevo aunque algo húmeda.
Brillaba un sol estupendo en un cielo azul que llevaba diez días sin ver.
Mi taxista favorito me esperaba puntualmente.
Nos tomamos la Coca Cola de rigor y salimos raudos y veloces hacia casa, a donde llegamos sobre las nueve de la noche.
Me ha gustado Holanda. Un montón.

Buenas noches desde mi casita.












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