3 nov 2016

Una cateta en Florida (Día 1)

Tres y cuarto de la mañana. Suena el despertador. Estaba en el más allá, pero no me costó mucho resucitar.
A las tres y cincuenta y nueve minutos estábamos saliendo mi taxista favorito y yo rumbo al aeropuerto. Llegamos en una hora, desayunamos juntos, yo mi magdalena gigante de chocolate. Entré en la zona de embarque a las seis de la mañana. Di una vuelta por el duty free. Había unos souvenirs para echar a correr. A las seis y veinte empezamos a embarcar con destino a Madrid. Tardamos un poco en salir por culpa de un individuo que había comprado hace tres meses un billete para ir sentado en la salida de emergencia y se encontró con que la fila 27 no tenía salida de emergencia. Probablemente hace tres meses la web vendía billetes para un avión más grande y luego tuvieron que cambiarlo por uno más pequeño.
Llegó a decir que iba de pie, que él no se sentaba allí, que no cabía, que padecía del corazón y “si me pasa algo os vais a enterar”. Todo esto a gritos, colorado como un tomate y a punto de darle algo.
Tuvo que venir el piloto personalmente a poner orden. Lo malo es que apareció con sonrisa socarrona y el sujeto se puso aún más nervioso. Tuvieron que amenazarlo con llamar a la Guardia Civil para que finalmente se sentara. Al llegar a Madrid lo estaba esperando una señorita de Iberia nada más salir del avión. Yo le hubiera mandado a la Benemérita. No es que no tuviera razón, es que no son maneras.
Junto a mí viajó una señora dominicana con una bolsa de hipermercado, de esas que compras para usar muchas veces, entre las piernas, y una bolsa de viaje en las rodillas. Me sorprendió que la dejaran volar así, porque va totalmente en contra de las medidas de seguridad que te venden.
Cuando aterrizamos en Madrid, mientras esperábamos para salir de los asientos, me estuvo contando que su billete desde Sevilla hasta Santo Domingo permitía llevar 27 kgs de peso. Sin embargo, cuando fue a facturar en Sevilla, no le dejaron más que 22, así que tuvo que sacar cosas de la maleta y llevarlas consigo. Las azafatas hicieron la vista gorda por eso.
Un vuelo muy raro. También hicieron cambiar de asiento a tres personas para dárselo a unos sudamericanos a los que indicaron que si necesitaban usar las máscaras de oxígeno que avisaran con tiempo. No quise saber más detalles.
En Barajas paseé por las tiendas. Vendían un paquete de tortas de aceite de Inés Rosales ocho veces más caro que en Carrefour.
Cuando fui a tomar el tren subterráneo para ir a la T4 satélite, me encontré con el sujeto del escándalo. Por Dios, por Dios, que no venga a América conmigo, que no quiero parar en las Azores a desembarcar el cadáver.
Le he borrado la cara en la foto por si acaso, pero os podéis hacer una idea más o menos del tipo. Llevaba gafas de sol todo el tiempo.
Me senté un rato a leer junto a una monja filipina que se estuvo atracando de chocolate mientras hablaba por videoconferencia a través de su tableta. Si es que las monjas de hoy en día están a la última.
Un joven judío ortodoxo rezaba con su cubo negro en la frente y una cinta negra enrollada en la mano. Que me perdonen mis amigas judías por la manera de explicarlo, pero es que los cristianos no tenemos muy claro de qué va eso, como unos flecos blancos que le salían de debajo de la chaqueta.
Una familia llevaba de la mano a una niña en bata y pijama.
¡Cómo me gustan los aeropuertos!
A las once y veinte nos fueron metiendo en el avión poco a poco. La gente debe de creer que se va a quedar en tierra, porque se ponen todos de pie muy excitados cuando llaman a embarcar. La mitad no quedaron en tierra pero sí quedaron con cara de tontos cuando las azafatas avisaron que primero embarcaría el grupo 1 y yo, que estaba cómodamente sentada mirándolos, me levanté y pasé por delante porque yo era del grupo 1 y ellos no.
Cuando entré en el finger me fijé que el avión se llamaba Juan Carlos I. Me sonaba mucho, así que lo busqué en internet. Fue el primer avión con los nuevos colores de Iberia, de la nueva flota de los Airbus 330-300. Un pedazo de aparato que cuando despegó hacía un ruido atronador, porque levantar semejante mole del suelo debe de requerir mucho motor.
A mi lado se sentó un portugués que no me dio nada de guerra. Delante estuvieron charlando dos venezolanos que no se conocían de nada. Tremendas las historias que se contaban de cómo está la situación en su país. Ella llevaba penicilina en el equipaje. Dijo que habían hecho un poco la vista gorda en el aeropuerto al saber a dónde iba. También contó que el novio le había regalado un iPhone pero que le había prohibido llevárselo al viaje, porque allí “te encañonan por un teléfono”.
Hablando de teléfonos, por megafonía avisaron que estaba prohibido llevar a bordo Samsung Galaxy Note 7 por peligro de explosión.
A las 11:55 horas, sin ningún tipo de escándalo, iniciamos nuestra ruta de 7113 kms con destino a Miami, Florida.
A las 12:40 horas empezaron a llegar unos efluvios desde la cola del avión que casi me como el asiento de delante. Como empezaron a servir la comida desde el principio del avión, cuando llegaron a mi fila, casi al fondo, estaba desfallecida, al borde del desmayo. Escogí pollo con salsa provenzal y arroz. Lo de la salsa provenzal es tomate. Estaba exquisito o yo tenía mucha hambre.
Es complicado eso de comer en los aviones.
En dos filas del centro iban sentadas cuatro hermanas requetepijas de cincuenta y tantos años. La mayor, que era la que llevaba la voz cantante, también llevaba un palo metido por el culo y un bolso negro de cocodrilo de Saint Laurent. Me dediqué a estudiar cómo come una requetepija en un avión. Lo primero y más importante, la espalda no se despega del respaldo en ningún momento. Nada de inclinarte sobre la bandeja para no ponerte perdida de comida. Se come como si no se tuviera hambre, con un ligero rictus de desprecio, porque no es fino eso de comer de una bandeja pero no te queda otra si no quieres morir de inanición. Y te cepillas una botella de vino tinto sin respirar, también con cara de asco porque no es rioja del bueno. El blanco se descarta porque viene del tiempo y no le vamos a echar hielo al vino blanco.
El bizcocho de postre se mira a través de la tapa de plástico transparente pero no se toca.
No hay ni un grano de arroz en el regazo de la requetepija.
Antes de que nos retiraran las bandejas fui capaz de salir de mi asiento para ir al baño. Al mirarme en el espejo pude observar que tenía los ojos inyectados en sangre. Ahora, aparte de tener ojos de vampiro tengo unas ojeras que no sé si se van a quedar ahí de la profundidad que llevan.
En las pantallas de imagen que cada respaldo lleva para que veamos películas y no demos guerra no había nada de mucho interés. Vi una película que se llamaba Mr. Right, sobre un asesino a sueldo que decide ser bueno, así que mata a los que le contratan, no a los que tiene que matar. Está un poco ido de la cabeza. Encuentra una novia que está igual de mal que él.
Después de comer nos pusieron literalmente a dormir. Apagaron las luces y nos bajaron las persianas de todas las ventanillas. Estuvimos así hasta las siete de la tarde.
Cuando terminé de ver la película del asesino intenté dormir un poco. Encontré en la sección de música de la pantalla un disco de 52 minutos durante los que se oía únicamente llover a cántaros y a unos pájaros piando de vez en cuando. Lo puse a todo volumen para que tapara el ruido del motor. Pues oye, surtió efecto. Me quedé un poco traspuesta durante una hora.
Desperté con el culo cuadrado de la mala postura. Me levanté al baño y a dar una vuelta por el avión. Cuando volví había desaparecido mi antifaz, el que uso junto con la almohada cervical para intentar dormir. Encendí la linterna del iPhone, me puse de rodillas en el pasillo e hice un barrido para buscarlo. El portugués acabó confesando que se había levantado mientras yo andaba de paseo y que seguramente él lo había arrastrado sin querer. Apareció debajo de su manta.
Quería leer y no podía por la falta de luz. Tuve que ver Buscando a Dori en dibujos animados para entretenerme. Acabé encendiendo la lámpara del techo.
A la hora de merendar, una requetepija parte el croissant de pollo y queso por la mitad utilizando únicamente los dedos pulgar e índice de cada mano. Se sujeta el croissant con la punta de los dedos de la mano derecha, inclinando ligeramente la muñeca como con desdén. La mano izquierda se mantiene con el puño cerrado. La magdalena, que en Iberia se llama suprema, no magdalena, se come a pequeños pellizcos, también utilizando dos dedos. Yo la metí directamente dentro del yogur de arándanos y me la comí con la cuchara de plástico. Una requetepija toma el recipiente del yogur, lo mira con desprecio y lo vuelve a dejar en la bandeja sin consumir. Para beber, evitando el vino tinto para no llamar la atención, se pide una Coca Cola Light.
Llegamos a Miami con una hora de antelación, después de ocho horas y media interminables de viaje. Si no nos hubieran puesto a dormir y las pelis hubieran sido un poco más interesantes, el viaje habría sido mucho más llevadero.
Me habían contado que pasar inmigración en Miami es un verdadero horror. Tuve una suerte tremenda. Tardé menos de una hora desde que aterrizamos hasta que salí con mi maleta. Cuando la policía me preguntó en qué trabajaba pensé: “La cagamos”, porque fue al responder a esa pregunta cuando me detuvieron en Nueva York. Dudó un poco al poner el sello de entrada en el pasaporte porque consultó algo en el ordenador. Salí huyendo tan pronto me lo entregó.
Un empleado del aeropuerto estaba retirando de la cinta las maletas del vuelo de Madrid porque ya la estaban utilizando para un vuelo de París. La mía salía en el preciso instante en el que yo llegué, seguramente después de dar dos o tres vueltas.
Tomé un tren monorraíl que te lleva a la zona donde se alquilan coches y se toman los transportes públicos, ya sea el tren que conecta toda la costa este de Florida o los autobuses. Yo iba en busca del bus 150, que te lleva a South Beach por 2,25 dólares y para a unos metros de mi hotel.
Miami Beach era una barra de arena hasta hace un siglo. Hoy es una zona llena de turistas, con un hotel en cada portal y un ambiente que sólo puedo definir como kitsch. La zona sur se llama South Beach y tiene la mayor concentración de edificios Art Decó del mundo. De hecho mi hotel está rodeado de ellos. Me encantan.
Dejé la maleta en mi habitación y sin abrirla salí a dar un paseo para aprovechar el último rato de luz. Fui caminando por Ocean Drive, la avenida que transcurre paralela a la playa. Hay muchos restaurantes y bares desde los que sale música de salsa.
Desde que llegué esta tarde, sólo he tenido que hablar inglés una vez. Esto está lleno de hispanos. Incluso los anuncios por megafonía y los carteles están en los dos idiomas.
En el escaparate de una pizzería vi unas pizzas tan grandes como ruedas de coche.
Pasé por delante de la casa de Gianni Versace, donde lo mataron. Ahora es un restaurante de lujo con negro a la puerta.
Estuve en la playa por decir que estuve en la playa. Aquí no hay monumentos que ver, pero hay monumentos que disfrutar. No hay hombres canijos. Todos los tíos que paseaban por la zona iban sin camiseta, enseñando unos cuerpos de infarto. Hacía bastante calor.
Volví al hotel sobre las siete totalmente agotada. En recepción había dos alemanas quejándose de que habían visto una cucaracha en el comedor a la hora del desayuno. Diosssss. No quiero ni pensarlo.
Me duché y me metí en la cama a escribiros.
Alex, la presidenta de WISTA USA, me llamó por teléfono para darme la bienvenida y para decirme que el viernes viene a buscarme a Miami.
Comenzó a llover a cántaros. Pura tormenta tropical con viento. Según Alex es normal, no hay que preocuparse. Me temo que me voy a mojar en alguna ocasión.


Buenas noches desde Miami Beach.

1 comentario:

Meredith Cliff dijo...


¡En qué dijiste que trabajabas para que te detuvieran?